Por: Cintio Vitier
En noviembre de 1955 José Lezama Lima lanza dos artículos titulados: “Influencias en busca de Martí”, donde sorpresivamente exhuma el nombre de Antonio Pérez, también inesperadamente citado por el propio Martí en su memorable página por la muerte de Julián del Casal, donde está su juicio sobre el modernismo en 1893. ¿Por qué Antonio Pérez?
Aquella abrupta cita martiana –“Sólo los grandes estómagos digieren veneno”– jamás había suscitado ninguna pesquisa. Tampoco Lezama la comenta, pero sin duda le reveló la familiaridad de Martí con las cartas y memoriales del rebelde secretario, del “alzado” contra Felipe II. Quizás unió este cabo suelto con otro perdido en el poema VII de Versos sencillos, libro donde todo es esencial. No nombra en aquel poema, al decir su amor por Aragón, a Antonio Pérez, pero sí a Juan de Lanuza, el Justicia Mayor decapitado por defender, con las armas en la mano, los fueros en que Pérez intentara escudarse frente a la saña del monarca. Zaragoza, “la de la heroica defensa” (frente al poder real, la invasión francesa o el general Pavia, esta última presenciada por Martí), es para él símbolo de la rebeldía regional y popular española; por eso junto al aragonés Lanuza pone a Padilla, caudillo de los comuneros castellanos. El alcalde mandón que en estos versos “aprieta”, puede aludir a Alfonso Celdrán, que sacó a Pérez del convento de dominicos, sin respetar el derecho de asilo, para enrejarlo en la cárcel de Zaragoza, que resultó ser la cárcel de los manifestados, también llamada, desafiantemente, cárcel de la libertad. El “rey cazurro” de estos versos, sin duda, el cejijunto Felipe, mezcló su odio personal a Antonio Pérez –por lo de la princesa de Éboli– con las razones de Estado, para decapitar, con el Justicia Mayor, los fueros aragoneses. Quedaba, sin embargo, el gesto rebelde, la sangre derramada, la semilla del motín. Así dice Martí, en el presente transhistórico del poema: “Y si un alcalde lo aprieta / O lo enoja un rey cazurro, / Calza la manta el baturro / Y muere con su escopeta”. Y Lezama, olfateando los nutrientes remotos de lo que llamó “la impulsión histórica” martiana, rompe el asedio crítico por una brecha inesperada:
“Va obligando a todos al heroísmo, a la decisión extrema. Esa fue la sorpresa de Antonio Pérez, llevó a todos a comprometerse, estiró el gato a leopardo. Fue una trampa gigante para el Rey, que lo llevó a meter fuego a la cizaña, al mismo fuego de cizaña. A querer sacar a Pérez de Zaragoza por la Inquisición, y empiezan como una zambra ciempiés los motines de Zaragoza […] Los motines estallan como una candela apisonada. El pueblo pregunta de azotea a reja, de balcón a grillete, por el Perseguido. […] Pero lo que dejó en Zaragoza fue su sangre resistente en la conciencia aguda del motín. Y el hombre que se alzó frente al coágulo central de la monarquía, cuando su punta rebrillaba como una luciérnaga en la mazmorras más lejanas. […] Entonces llegó a lo que Antonio Pérez había dejado con caballos voladores y el peso de sus secretos, para apoderarse de la herencia del motín popular, José Martí. No recoge la lengua escrita de Baltasar Gracián, sino las órdenes y avisos que Antonio Pérez transparentaba a través de los tabiques carcelarios para avivar la espera de los amotinados de afuera.”
Muchas veces nos habló Lezama del “misterio de las fuentes”: las fuentes no previsibles ni certificables como un busto postal, las que no están en los manuales ni en los tratados, salvo si son los Tratados en La Habana, donde se incluyeron estas “Influencias en busca de Martí”. “Crear una tradición por futuridad”, también nos repetía. No se trata, entonces, de que Martí nos recuerde a Antonio Pérez, sino de que el alzado, el que obliga al heroísmo, su chispazo verbal, su ternura de desterrado, nos recuerdan a Martí como un fragmento errante a una totalidad que no podemos apresar. No están demás un par de ejemplos del estilo epistolar del Perseguido,* por donde hasta la apetencia más profesoral queda aplacada, y la “imagen posible” del método crítico lezamiano (Martí leyendo a Antonio Pérez, no sólo en sus cartas y avisos, sino también en las gentes, la lengua y las barricadas de Zaragoza) puede textualmente sustentarse, sin perder de vista otra imagen posible: el añoro martiano del “palacio de Lastanosa en Huesca, por los fríos del alto Aragón, donde Gracián hacía tertulias para aligerar el estío”. En esto hay también una fineza crítica. Cuando Martí está en Caracas, no lo imanta sólo la raíz volcánica bolivariana; también lo enriquece el estudioso de los sismos y volcanes, el naturalista, indigenista y filósofo Arístides Rojas, “espíritu”, al decir de Picón-Salas, “de curiosidad universal, esmerado coleccionista de todas las cosas que pueden coleccionarse”. “Quien va a Huesca y no ve la casa de Lastanosa, no ve cosa”, era frase popular en la España del XVII. Lezama sospecha y reconstruye la mirada de Martí hacia la relación del estilo de Gracián con los lentos jardines del arqueólogo y humanista Vicente Juan de Lastanosa por una parte, y por otra con los centelleos de Antonio Pérez, porque lo sabía (a Martí) capaz de arrebatarse con Bolívar y de nutrirse con los estudios humboldtianos y las colecciones de Rojas en Caracas, o con “sus lecturas en las casas paradojales de los revolucionarios anticuarios”, como Néstor Ponce de León en Nueva York. Llevaba los fragmentos a su imán, abriendo el desgarrón nocturno en que Martí aparece y desaparece por los montes de su Diario de campaña con “su mochila donde se guardan”, concluye por reducción poética de todo lo apuntado, “la brújula y la carta amorosa”.
Y para comprender por analogía metafórica del tipo que definió San Buenaventura (A es como B como C es a D), ese Diario de campaña que es, dijo Lezama, “uno de los más misteriosos sonidos de palabras que están en nuestro idioma”, hizo comparecer al mismísimo Cervantes de este modo:
Dijo Lezama:
“En la historia de la gravitación por la imagen, cuando decimos el Diario de José Martí, el único equivalente que se le puede encontrar es “la casa de los duques”. El espacio ha sido hechizado, se le ha hecho hablar a una dimensión, a una cantidad de paisaje. Vio, dice Cervantes, que eran cazadores de altanería, los que rondaban en la introducción de la casa de los duques, es decir, que el fragmento del encantamiento existía antes de la asombrada llegada del más original de los castellanos. Pero Martí llega como en el acecho silencioso de la sobrevivencia a la casa que lo espera, aunque está vacía, y que después se cierra, ya no espera a nadie más. (“La dignidad de la poesía, 1956).”
¿No nos recuerda esta casa encantada la “casa del alibi”, en la que el único huésped es también José Martí, resonancia a su vez de un ejercicio espiritual ignaciano, “donde la imaginación puede engendrar el sucedido”, en “Secularizad de José Martí”, máximo editorial de Orígenes por el año del Centenario, en que Lezama aseguraba, contra toda apariencia, “la viviente fertilidad de su fuerza como impulsión histórica, capaz de saltar las insuficiencias toscas de lo inmediato, para avizorarnos las cúpulas de los nuevos actos nacientes”?
Cinco años atrás, en un memorable comentario a mi Diez poetas cubanos titulado “La Cuba secreta”, María Zambrano escribió que aquellos poetas “nos decían diferentemente la misma cosa: que la isla dormida comienza a despertar como han despertado un día las tierras que han sido después historia”. No tarda la propia María en aclarar que no pretende negar lo que Cuba había conquistado ya de historia y pensamiento. Su profunda, casi indecible intuición, va a aclarársenos mejor cuando en el mismo año del Centenario y de su partida de Cuba, después de recibir de manos de Fina el Diario de campaña, en “Martí, camino de su muerte”, artículo publicado en la revista Bohemia, analiza aquellas páginas, destacando ante todo la insólita fusión del poeta y el pensador con el hombre de acción, de donde procede “un ir hacia la muerte, haciéndose amigo de ella, como la finalidad (no dice el fin) de la vida y no en brusco término”. En lugar de Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, escribe entreoíos: por algo será. Lo considera como “un testimonio de los más preciosos y raros que un hombre puede dejar, más que un testamento, cosa del pensar, un itinerario de su morir, cosa del ser”. Ella ve en ese Diario (autovisión que tuvo el propio Martí en carta a la familia Mantilla) “algo que devuelve el estado de inocencia –esa inocencia que suponemos en el niño, un candor que es desnudez del alma que se deja herir por toda cosa, que vibra despidiéndose sin saberlo, y una paz profunda en ese adiós”. Así va María Zambrano, sin perder detalle esencial, notando incluso el oculto estoicismo de “la lluvia pura sufrida en silencio”, hasta que, hacia el final de su asunción de esa [también] “pura voz para ser oída en silencio”, escribe deslumbrantemente: “Por eso Martí no podía dejar de ser universal, de sentir universalmente el trozo de historia que le tocó vivir. Pues que su acción brotó del amor y fue mantenida por la conciencia en vela. Dejó esta acta de nacimiento a la Nación Cubana: haber nacido, no de una ambición partidaria y particularista –de un afán de escisión–, sino de un anhelo de integración en la Historia Universal. Por ello, la idea de Libertad fue el eje y el último argumento de su obra, pues la Historia Universal es en el fondo la Historia de la Libertad”. Así el diálogo de María Zambrano, inolvidable voz de la más alta España, con Orígenes y centralmente con José Lezama Lima, provocó la máxima iluminación posible para nosotros en la oscuridad de aquellos años. Así, con el triunfo de la Revolución, llegamos a lo que Lezama llamó en enero de 1960 “la era de la posibilidad infinita, que entre nosotros la acompaña José Martí”.
Mayo de 2005.
*Estos son los que aduce Lezama: “Señora, si hubiese por allá unas manos –le dice a la hermana de Bearnés, que es de quien más se fía–, guárdemelas V.A.; que las he menester más que un manco”. […] “Envío a V.M. [Enrique VI de Francia] el agua de los ojos del alma, Señor, y de las entrañas mías la destilaría yo muy alegre para vuestra salud y vida; sino que estoy ya todo seco, y aun para una destilación, inútil ya. De donde me vengo a aborrecer yo mismo, porque cuando no soy de provecho para quien amo, no me quería ver”.