El 11 de mayo de 1973, en la velada solemne por el centenario de la muerte en combate de Ignacio Agramonte, al valorar la significación del Partido Revolucionario Cubano fundado por José Martí, Fidel Castro sostuvo: “Martí hizo un partido —no dos partidos, ni tres partidos, ni diez partidos—, en lo cual podemos ver el precedente más honroso y más legítimo del glorioso Partido que hoy dirige nuestra Revolución: el Partido Comunista de Cuba, que es la unión de todos los revolucionarios, que es la unión de todos los patriotas para dirigir la Revolución y para hacer la Revolución, para cohesionar estrechamente al pueblo”.

A veces se tiene la impresión de que la importante cita se toma por lo más somero, y se insiste en la creación por Martí de un solo partido. Algunas interpretaciones, explícitas o sugeridas, parecen haberlo asociado con el unipartidismo, a la manera de proyectos socialistas en los cuales “por razones cuya elucidación desborda el propósito de estas notas” se ha excluido la existencia de otras organizaciones políticas.

Es elemental que, cualquiera que sea su orientación, un político no funde más de un partido a la vez. La trascendencia del creado por Martí no la explica precisamente la cifra. Constituido para preparar la guerra de liberación nacional de una colonia que luchaba por la independencia, y en la cual había, ajenos o contrarios a esa causa, otros partidos, el martiano encarnó una lección decisiva: los revolucionarios necesitaban y debían unirse en una organización política que los representase a todos, no disolverse en la dispersión que solo convendría al enemigo.

Pero, por amplia que fuese, la unión necesaria no sería una totalidad amorfa, ideológicamente ameboide: lo debía caracterizar la solidez del abrazo a la causa patriótica, emancipadora, a la que otros daban la espalda, o estaban contra ella. De ahí los fundamentos sobre los cuales el 26 de noviembre de 1891 Martí coronó su discurso ante compatriotas emigrados con el llamamiento a lograr una república “con todos, y para el bien de todos”. Entre el inicio y el cierre del discurso —cardinal en la campaña de pensamiento de la que emergió el Partido Revolucionario Cubano, proclamado el 10 de abril de 1892— enumeró y reprobó, con precisión ampliada en otros textos, a quienes se autoexcluían de la voluntad aglutinadora: del todos deseado.

Al mismo tiempo, Martí era consciente de que el Partido y la causa que este representaba no podrían alcanzar la victoria si no lograban el mayor apoyo posible “heterogéneo, huelga decir, pero determinante” del pueblo del cual formaban parte quienes se alzarían en armas, como sucedió el 24 de febrero de 1895. El reclamo era tanto más vital en la medida en que, por nutrida que ella fuera, a lo más esclarecido de la organización lo definiría su condición de vanguardia, y la vanguardia es minoritaria.

En tales circunstancias desarrolló Martí su labor ideológica por todos los medios a su alcance: la prensa “con Patria en el cenit”, la tribuna, un epistolario colosal por cifra y consistencia, la prédica diaria entre quienes lo rodeaban y, en el centro de todo, el ejemplo de su propia vocación de entrega. En carta del 25 de marzo de 1895 al amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal escribió: “hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”.

Para él, sacrificarse por la patria era el fruto gustoso de su amor por ella. Y cuando la lucha por su independencia la abandonaban en bloque —con honrosas excepciones, que él supo valorar— los más ricos, y tenía entre los humildes la mayoría de sus más fieles defensores, no se limitó a decir “Con los pobres de la tierra/ Quiero yo mi suerte echar”: lo hizo, y lo demostró con su propia austeridad, con una actitud que permite decir que escogió ser pobre, cuando le sobraba talento para labrarse una fortuna.

No solo expresó esa decisión en sus Versos sencillos y con la transparencia de su ejemplo. En el Patria del 24 de octubre de 1894 publicó el artículo titulado precisamente “Los pobres de la tierra”, homenaje a los trabajadores que, en la emigración, contribuían a los fondos de la guerra emancipadora. Para él, el mérito mayor no se hallaba en quien disponía de dinero holgado que ofrecer, sino en quien “tiene apenas blancas las paredes del destierro y cubiertos los pies de sus hijos” y quita “de su jornal inseguro, que sin anuncio suele fallarle por meses, el pan y la carne que lleva medidos a su casa infeliz”, para apoyar “a una república invisible y tal vez ingrata”.

Honrado y previsor, ajeno a demagogias cómplices, en el mismo texto escribió que aquellos obreros se sacrificaban “para la patria que acaso los más viejos de ellos no lleguen a ver libre; para la revolución cuyas glorias pudieran recaer, por la soberbia e injusticia del mundo, en hombres que olvidasen el derecho y el amor de los que les pusieron en las manos el arma del poder y de la gloria”.

Con su inquebrantable voluntad justiciera, y consciente de la necesidad de fomentar el ánimo combativo, les dijo: “¡Ah, no!, hermanos queridos. Esta vez no es así”. Pero no les ocultaba la magnitud del desafío: “En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano”.

Con su limpieza moral, que procuraba infundir en el plan patriótico, insistió en que aquella no sería “la revolución que se avergüence —como tanto hijo insolente se avergüenza de su padre humilde— de los que en la hora de la soledad fueron sus abnegados mantenedores”. Pero no se andaba con rodeos ni eufemismos ante los peligros ni en momentos en que tan necesarios eran el entusiasmo y la unidad.

En su discurso del 24 de enero de 1880 en el Steck Hall neoyorquino, cuando se desarrollaba en Cuba la llamada Guerra Chiquita y él pensaba, sobre todo, en la que sería necesario librar cuando se hubieran aunado las voluntades necesarias y vencido las circunstancias adversas heredadas del Pacto del Zanjón y su entorno, sostuvo: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”.

En “El Partido Revolucionario Cubano”, publicado —junto a otros artículos, entre ellos “Pobres y ricos”— en el Patria del 3 de abril de 1892, ya entonces inminente la proclamación de ese cuerpo político, lo definió en los siguientes términos: “Nació uno, de todas partes a la vez. Y erraría, de afuera o de adentro, quien lo creyese extinguible o deleznable”. A eso añadió lo que la organización debía cumplir para ser firme y duradera: “Perdura, lo que un pueblo quiere. El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano”.

En la generalización se aprecia que no atribuye la perdurabilidad a lo bueno que el pueblo quiera, sino, sencillamente, a lo que quiere. Y eso apunta a uno de los deberes principales de la naciente organización: encarnar los ideales del pueblo, fortalecer en él la conciencia independentista, y defenderla de modo que “el verdadero jefe de las revoluciones”, más que sentirse representado en ella, la hiciera suya. Era el único modo de asegurar la calidad de lo que el pueblo podía y necesitaba desear y defender.

Su lúcido afán persuasivo, que llevó al modo como intentaría que se hiciera, en campaña, la asamblea necesaria para constituir la República en armas, perseguía un propósito plasmado en las Bases, que él mismo redactó, del Partido: fundar “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Tal aspiración remite a su inconformidad con los sistemas políticos de su tiempo, los que conoció en Cuba y en su periplo desde España hasta los Estados Unidos, pasando por países de nuestra América ya independientes.

Lo expresado por Fidel Castro en 1973 acerca de la organización martiana, eludía un posible debate cuyas derivaciones podían dañar la unidad nacional necesaria frente a los retos internos y externos que el país debía vencer. El hecho de que el Partido Comunista que dirigía la Revolución —la misma que tempranamente reconoció en Martí el autor intelectual de sus hechos fundacionales— ubicara su “precedente más honroso y más legítimo” en el Partido Revolucionario fundado por Martí, lo eximía de buscar sus raíces en el primer partido marxista creado en Cuba.

No era necesario ni justo desconocer la historia de heroicidad y sacrificios de ese partido, que fundaron, junto a otros luchadores, el luminoso Julio Antonio Mella y Carlos Baliño, uno de los patriotas que participaron en la creación del Partido logrado por Martí. No cabía menospreciar la valía que militantes y dirigentes de la organización marxista demostraron entre su nacimiento, en 1925, y 1958, ni la complejidad vivida por la organización en esa trayectoria. La historia es la historia, no un relato a la carta.

Si el Movimiento 26 de Julio, que actuó en las montañas y en lo que se ha llamado el Llano, alcanzó la preponderancia que tuvo, apoyado por una fuerza como el Directorio Revolucionario 13 de Marzo, se debió en gran parte a que, con Fidel Castro al frente, supo interpretar las urgencias de Cuba. Para eso estaba libre, al igual que el Directorio, de desenfoques alentados por calcos como los que, vinculados con la influencia soviético-estalinista, andando el tiempo propiciaron que la organización creada en 1925 —sobre todo su dirección en etapas sucesivas— no reconociera el lugar que le correspondía a la lucha armada, y la enjuiciara con dogmas afianzados en otras latitudes.

En acatamiento de esas normas —promovidas desde un Kremlin que hacía tiempo no era ya aquel donde simbólicamente, leyenda o realidad, Vladimir Ilich Lenin lograría que el Carillón marcara la hora—, la organización política caribeña se embarcó en una relación harto costosa para ella. Aunque inconfundible con él, aceptó vincularse tácticamente con el militar y político que, dócil a los designios estadounidenses, terminó confirmándose como el sátrapa golpista, corrupto y sanguinario contra cuyo gobierno de facto encabezó el Movimiento 26 de Julio la lucha que triunfó al rayar 1959.

Semejante vínculo le pasó factura a una organización que no debió haber desconocido la índole de ese personaje, menos aún después de su criminal actitud contra el líder revolucionario Antonio Guiteras. Pero también al valorar a esta heroica figura aquel partido se vio atrapado en el dogmatismo doctrinario que tan caro le costó.

Dirigentes comunistas cubanos supieron aquilatar el empeño del Ejército Rebelde, y aun sumarse a él, como por propia iniciativa hicieron militantes de base. Y luego del triunfo su organización estuvo entre las que se incorporaron a las Organizaciones Revolucionarias Integradas, antesala del Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba, base finalmente para la proclamación, en 1965, del Partido Comunista de Cuba. Sí, de ese que —como puntualizó en 1973 su máximo dirigente— dirige nuestra Revolución.

Y para ese Partido, ningún precedente sería más sano, ni más orgánica y lúcidamente patriótico, nacional, que el fundado por Martí en 1892. Desde posiciones revolucionarias nadie tendría razones para objetar la proclamación de esa continuidad. Además de que, desde el punto de vista ideológico, pese al tiempo transcurrido y al cambio de realidades, en Martí y en el Partido que él creó se hallaban fundamentos raigales para la transformación socialista del país.

No era ni tenía por qué ser ese el programa de un frente pluriclasista y de liberación nacional como el organizado por Martí. Pero ya se ha visto que, en textos como “Los pobres de la tierra”, él previó la posibilidad de que la revolución independentista no bastara para que Cuba se convirtiera en una república plenamente justiciera.

En sus “Glosas al pensamiento de José Martí” (escritas en 1926 y publicadas en 1927) Mella escribió: “Martí comprendió bien el papel de la república cuando dijo a uno de sus camaradas de lucha —Baliño—, que era entonces socialista y que murió militando magníficamente en el Partido Comunista: `¿La revolución? La revolución no es la que vamos a iniciar en las maniguas, sino la que vamos a desarrollar en la república´”. Si alguien pensara que ese era un recuerdo tendencioso por parte de marxistas, cabría citarle palabras escritas y publicadas por el propio Martí, no solamente en “Los pobres de la tierra”, sino también en otras páginas, como “`¡Vengo a darte patria!´ Puerto Rico y Cuba”.

En ese artículo —aparecido en Patria el 14 de marzo de 1893— se lee: “Desde los mismos umbrales de la guerra de independencia, que ha de ser breve y directa como el rayo, habrá quien muera —¡dígase desde hoy!— por conciliar la energía de la acción con la pureza de la república. Volverá a haber, en Cuba y en Puerto Rico, hombres que mueran puramente, sin mancha de interés, en la defensa del derecho de los demás hombres”.

Así se expresaba Martí cuando aún estaba por ganarse la lucha por la independencia, y no era la justicia social en sí el propósito inmediato, pero formaba parte de los ideales de quien echaba su suerte con los pobres de la tierra y era, él mismo, uno de ellos. La necesidad de contar con el apoyo económico de quienes podrían aportarlo con holgura, no lo llevó a ocultar su identificación con los más humildes, ni su rechazo a las injusticias. Era el dirigente patriótico que, en carta del 16 de noviembre de 1889 a Serafín Bello, activista obrero que sería un valioso apoyo para el Partido Revolucionario Cubano, afirmó: “El corazón se me va a un trabajador como a un hermano”.

No era esa una expresión entusiasta aislada. Así como quiso dar entre las comunidades de compatriotas obreros, y emigrados como él, los pasos decisivos para la gestación del Partido, en el mismo discurso conocido como “Con todos, y para el bien de todos”, contestó en términos rotundos a quienes —entre otros que sembraban discordia contra la revolución que se preparaba— difundían recelos ante la presencia obrera en los preparativos de la gesta. A esos les dijo: “¡Esta es la turba obrera, el arca de nuestra alianza, el tahalí, bordado de mano de mujer, donde se ha guardado la espada de Cuba, el arenal redentor donde se edifica, y se perdona, y se prevé y se ama!”

En carta de mayo de 1894 a Fermín Valdés Domínguez mencionaría peligros de que —“como tantas otras”— tenía “la idea socialista”, y señaló concretamente dos, de los que no parece haberse librado en el mundo ningún afán de construir el socialismo: “el de las lecturas extranjerizas, confusas e incompletas”, “y el de la soberbia y rabia disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo empiezan por fingirse, para tener hombros en que alzarse, frenéticos defensores de los desamparados”.

Pero antes, en el mismo párrafo, le ha dicho al amigo: “Una cosa te tengo que celebrar mucho, y es el cariño con que tratas, y tu respeto de hombre, a los cubanos que por ahí buscan sinceramente, con este nombre o aquel, un poco más de orden cordial, y de equilibrio indispensable, en la administración de las cosas de este mundo. Por lo noble se ha de juzgar una aspiración: y no por esta o aquella verruga que le ponga la pasión humana”. Luego añade: “Y siempre con la justicia, tú y yo, porque los errores de su forma no autorizan a las almas de buena cuna a desertar de su defensa”.

Al proclamar que el Partido Revolucionario Cubano era “el pueblo de Cuba”, y que “perdura lo que un pueblo quiere”, no ignoraba los intereses opuestos a la justicia social. Hoy la necesidad de justicia, a nivel planetario, padece el impacto del poderío de los más opulentos, quienes, entre otros recursos para mantener sus privilegios, disponen de un poderío mediático que les permite fabricar y azuzar confusiones. Con ellas buscan acallar la lucha de clases, o que ni se piense en ella, como si las clases sociales y las desigualdades no fueran ya la realidad que siguen siendo y que no deja de crecer.

En el mundo de hoy ni siquiera es un peligro relevante para los proyectos de izquierda el confundir lecturas de esa orientación: se ha impuesto la moda de las lecturas e interpretaciones convenientes al capitalismo, como si fueran expresión natural y ajena a lo ideológico, no el engendro con que los poderosos procuran y a menudo consiguen suplantar cuanto huela a izquierda emancipadora. Falacias tales abonan el mercantilismo, el egoísmo y el pragmatismo, presentado este como sentido práctico ineludible, y hasta supuestamente al servicio de afanes revolucionarios.

El pragmatismo —más claramente dicho: la oposición a los ideales revolucionarios— anima la renuncia a todo lo que huela a comunismo, y entre las primeras expresiones de tal hecho ha estado quitar de los nombres de partidos y de proyecciones políticas el rótulo Comunista y todos los afines a él. Cuba lo ha mantenido, incluso por reclamo del pueblo, como ratificación del rumbo tomado, aunque en medio del asedio imperialista la cuestión nacional recobra una importancia básica, heredera de la lucha anticolonial. En eso confluye “la unión de todos los patriotas para dirigir la Revolución y para hacer la Revolución, para cohesionar estrechamente al pueblo” con la guía de su Partido Comunista, como puntualizó el Comandante en su discurso de 1973 citado.

En ese contexto le corresponden a la Revolución Cubana —que no puede vivir ajena a la realidad, ni someterse pragmáticamente a ella— tareas y empeños de suma complejidad. Para ello ha heredado de Martí normas de conducta y de acción que no puede permitirse descuidar, como el ejemplo que deben personificar quienes dirigen el país en las distintas esferas y tareas a todos los niveles.

Sería, tanto un acto de corrupción como de traición, olvidar que la austeridad no debe ser mera consigna, sino una virtud fundamental que ha de cumplirse, máxime cuando se encabeza a un pueblo que afronta penurias, y ha de seguirse siempre el ejemplo personal de Martí y su correlato orgánico en el escrupuloso control con que se cuidaban los fondos de la revolución. De lo contrario se faltaría al denuedo y a la vocación de acierto con que se ha de trabajar para que el pueblo quiera de veras lo que debe querer, y perdure la plena defensa del decoro y la equidad.

Si en todo el mundo el contexto se ha agravado hasta la pesadilla con una pandemia asoladora, para Cuba el entorno tiene un componente criminal, genocida, que lo tensa todavía más y no ha dejado de reforzarse con sucesivas vueltas de tuerca. Eso es el bloqueo con que desde hace seis décadas la potencia imperialista estadounidense ha castigado la decisión de independencia, soberanía y justicia social de la Revolución que triunfó en 1959 y preparó el terreno para otras derrotas del imperialismo en América, como en Girón, hace sesenta años.

Grandes son, sí, los desafíos que Cuba debe seguir enfrentando, y las expectativas con que su pueblo observa las medidas que la nación toma para paliar los efectos del bloqueo y vencer deficiencias internas reforzadas por él. Los artífices de ese monstruoso engendro lo concibieron para que las penurias propiciaran en Cuba una oposición interna que ni la herencia del pasado ni las maniobras imperialistas han podido generar, pero que puede tener caldo de cultivo en la prolongación de las dificultades y en la inercia que conspire contra el buen funcionamiento que el pueblo merece.

Del abrazo de ese pueblo depende que perdure lo que debe mantenerse en pie. Ese pueblo es la única fuerza con que su Partido Comunista puede contar para seguir dirigiendo la obra revolucionaria y declarar —con la razón y las razones con que lo hizo el guía de la Revolución— que su precedente más honroso y más legítimo es el Partido Revolucionario Cubano fundado por José Martí. Para eso debe mantener con el pueblo una indisoluble relación íntima, expresada en el respeto cotidiano y en la consulta popular sobre las mayores decisiones que deban tomarse.

Eso —vale reiterarlo a las puertas de un Congreso que se celebrará en circunstancias cruciales— implica actuar como reclamó el general de Ejército Raúl Castro: “con el oído pegado a la tierra”, y como exigía Martí desde su propio ejemplo personal y se lee en su artículo “La crisis y el Partido Revolucionario Cubano”, publicado en Patria el 19 de agosto de 1893: “Al sol, y no a la nube. Al remedio único constante y no a los remedios pasajeros”.

Vale volver una vez más, con Martí, al Horacio que él recordó en una de las crónicas en que alertó a los pueblos de nuestra América sobre las pretensiones con que los Estados Unidos —a una de cuyas crisis internas alude el artículo de 1893 citado— urdió la Conferencia Internacional, cuna orgánica del panamericanismo imperialista, que sesionó en Washington entre 1889 y 1890: “A las estrellas, según dice el verso latino, no se sube por caminos llanos”.

Tomado de: http://www.lajiribilla.cu