Aún hoy se manifiesta en ocasiones la opinión de que Martí no debió acudir a los campos cubanos para participar en la guerra. Su muerte en combate, el 19 de mayo de 1895, fue incomprendida por muchos de sus seguidores en las emigraciones y por muchos de sus amigos y admiradores de la intelectualidad latinoamericana de entonces. Valga de ejemplo entre los segundos la frase de Rubén Darío, quien contó con orgullo cómo abrazó a Martí en Nueva York y le dijo “padre”, mientras que el Apóstol le respondió llamándole “hijo”. Al saber de su caída, el nicaragüense le preguntó con cierto reproche: “¿Qué has hecho, Maestro?” No fue el único.
La contradicción entre el hombre de letras y el militar era, y sigue siendo, convicción de muchos, a pesar de que en las propias luchas cubanas por la independencia no fueron pocos los combatientes con estudios superiores que alcanzaron hasta el generalato; bien ganado por conductas heroicas frente al enemigo y por el aprendizaje del arte militar en su ejercicio práctico. Recordemos solamente a Ignacio Agramonte, el joven y brillante abogado formador de una caballería tan eficiente en sus acciones que Máximo Gómez —maestro durante la Guerra de los Diez Años de jefes de tan reconocidas cualidades de mando como Calixto García y Antonio Maceo— quedó felizmente sorprendido ante las capacidades de los jefes, oficiales y soldados al asumir el mando de aquellos jinetes tras la muerte del Mayor, quien, además, dejó manuscrito un manual de instrucción militar.
Las guerras de masiva participación popular suelen ofrecer numerosos ejemplos en tal sentido. No pretendo, desde luego, ofrecer la imagen de Martí como un hábil jefe de tropas, por más que escritos suyos como su extenso análisis del general Ulysses Grant demuestren que sus valoraciones del jefe de los ejércitos del Norte durante la Guerra Civil de Estados Unidos gozan de acierto y profundidad analítica. Si bien en algunos casos proceden de sus muchas lecturas acerca de las campañas del General, indican que hubo un indudable aprendizaje por parte de Martí de los principios del arte militar. Ello queda demostrado fehacientemente en los varios documentos que escribió durante sus pocas semanas en la guerra de independencia acerca de la política de la guerra, en los que la firma del General en Jefe junto a la suya no puede soslayar del examen el indudable estilo martiano de tales documentos.
No es casual que algunos de los estudiosos de los temas militares en la obra del Maestro, como Francisco Pérez Guzmán y Fernando Rodríguez Portela, hayan observado su interés manifiesto por lecturas de tal naturaleza. A mi ver, la indudable ejecutoria martiana de político y estadista le obligaba a asimilar conceptos propios del arte militar, sin querer afirmar con ello que llegó a saber cómo se despliega una caballería y una infantería, o una combinación de ambas fuerzas, en el ataque y la defensa de una posición. Sin embargo, no olvidemos el viejo axioma de que la guerra es la continuación de la política por medio de las armas. Y si aceptamos que fue el pensamiento del Delegado del Partido Revolucionario Cubano la fuente de la concepción de la Guerra Necesaria para liberar la patria del colonialismo hispano, podremos comprender mejor la evidente armonía estratégica política y militar entre Martí y Máximo Gómez desde que ambos decidieron unir sus esfuerzos a partir de su reencuentro en República Dominicana en 1892.
Baste por ahora apuntar la pertinencia de este examen para señalar otras aristas —las políticas y morales—, inseparables en su caso, y entender por qué Martí tenía que desembarcar en Playita de Cajobabo la noche del 11 de abril de 1895. La difícil discusión del 26 de febrero en Montecristi, luego de conocer de los levantamientos dos días antes en Cuba, en la que Gómez y otros jefes insistieron en que Martí regresara a Nueva York, hace pensar que desde la partida de aquella ciudad norteña el 30 de enero de ese año, ya Martí tenía la intención de marchar a la contienda cuando esta comenzara. Su actitud posterior, ya en la Isla, así lo confirma, a mi juicio.
La marcha con el General en Jefe para reunirse con Maceo y con Masó, dos figuras esenciales dados sus respectivos historiales revolucionarios, tanto de aquellos momentos iniciales como del futuro inmediato, cuando se organizara el poder central de los patriotas en armas; el rumbo hacia Camagüey para abrir allí operaciones militares y cumplir la tarea imprescindible de construir mediante un acuerdo con la representación de las zonas en armas el aparato de unidad y dirección; los encuentros sucesivos y las cartas martianas a los líderes de las regiones que recorrían (Guantánamo, Santiago de Cuba, el valle del Cauto, Holguín); la propia decisión de Gómez, en consulta con los jefes que les acompañaban en ese momento, de otorgarle a Martí el grado de mayor general, con lo cual el Delegado asumía, junto a su representatividad política ante las emigraciones, la representatividad militar en medio de la guerra. Todos estos son elementos que señalan la rápida y creciente importancia martiana en el teatro bélico y ante sus protagonistas. Martí ya iba siendo no solo el líder de los patriotas cubanos fuera del país, sino que se iba convirtiendo además en dirigente asumido como tal por los mambises.
Está absolutamente claro que además del enfrentamiento al ejército español, se requería ampliar las operaciones militares por todo el país, como lo estaba haciendo Antonio Maceo en Oriente desde su llegada. A todas luces —disgusto aparte de Maceo en La Mejorana por la subordinación de su expedición a Flor Crombet—, la que era llamada Invasión a Occidente fue asunto tratado en dicha reunión, al igual que la creación de un gobierno revolucionario en la manigua, que no por gusto Maceo aclaró que los delegados de Oriente no serían enredados por la palabra de Martí. De hecho, si había alguna coincidencia en las posiciones al respecto, era justamente la búsqueda de un acomodo entre lo político y lo militar, para que no marcharan por sendas diferentes; asunto planteado posteriormente en la Asamblea de Jimaguayú, quizás sin alcanzar la solución más adecuada.
Podemos inferir de la acción martiana en Dos Ríos su afán de cumplir el deber moral de empuñar el arma y participar en el combate, en vista de ser el Delegado la figura máxima del Partido, y de ostentar el grado militar superior. Era, además, una deuda consigo mismo, pues no pudo pelear en la Guerra Grande —a pesar de inscribirse en una expedición desde México que nunca pudo zarpar— ni en la Guerra Chiquita, de la que fue uno de sus organizadores dentro de la Isla; sin embargo, se vio impedido de tomar las armas por su encarcelamiento y deportación, y luego, ya en Nueva York, por ser designado por Calixto García interinamente al frente del Comité Revolucionario que el General presidía en esa urbe.
Estos razonamientos dan la clave de su denodada argumentación ante Gómez el 9 de marzo, al leer en un periódico dominicano la noticia tomada del Herald de Nueva York de que el General y él se hallaban en Cuba, y su incorporación plena a los preparativos expedicionarios desde entonces. Pienso que de no haberse publicado semejante noticia falsa, Martí habría buscado la manera de convencer a Gómez de la necesidad de su marcha a la patria, tanto por el imperativo moral, como por la responsabilidad personal de organizar la lucha armada en el sentido más favorable para su ulterior desarrollo hasta la victoria. Martí no podía permitir un nuevo Zanjón, resultado de divisiones internas, ni un fracaso como el de 1880, cuando los autonomistas hicieron prevalecer su criterio de que más valían las reformas alcanzables que la lucha armada, y el espíritu patriótico no tomó cuerpo en las grandes mayorías.
Para Martí, en 1895, la disyuntiva era clara y urgente: o Cuba se separaba a tiempo de España o en un plazo no muy largo caería en manos de Estados Unidos: Como escribiera a Gonzalo de Quesada años atrás: “Y una vez en Cuba los Estados Unidos, ¿quién los saca de ella?”.
La conciencia de su significación personal, su sentido del honor y su eticidad acrisolada quedan demostrados en las palabras que escribe durante el período de los complicados y apremiantes preparativos para dirigirse a la Isla desde el mes de marzo de 1895. Unas pocas frases de su carta de despedida, el 25 de marzo de 1895, al dominicano Federico Henríquez y Carvajal, con quien Martí compartía los ideales de la unidad de las Antillas de habla española, bastan para demostrar este criterio:
La convicción mía de que mi presencia hoy en Cuba es tan útil por lo menos como afuera. (…) Donde esté mi deber mayor, adentro o afuera, allí estaré yo. Acaso me sea dable u obligatorio, según hasta hoy me parece, cumplir ambos. Acaso pueda contribuir a la necesidad primaria de dar a nuestra guerra renaciente formas tales, que lleve en germen visible, sin minuciosidades inútiles, todos los principios indispensables al crédito de la revolución y a la seguridad de la República. (…) Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar. Para mí la patria no será nunca triunfo, sino agonía y deber. (…) Levante bien la voz: que si caigo, será también por la independencia de su patria.
Por todos estos elementos, ocupó su puesto en el remo de proa de un frágil bote aquella noche lluviosa de mar picada el 11 de abril de 1895. Y ya en tierra, feliz porque andaba el camino del deber, escribió en su diario: “Dicha grande”.
Tomado de: http://www.lajiribilla.cu