A pesar del tiempo, la historia vive en los jóvenes, y porque no existe un hoy sin ayer es que los “pinos nuevos” deciden ascender hasta el Pico Turquino, el punto más alto de Cuba, con sus más de mil 900 metros sobre el nivel del mar, para encontrarse allí con las más auténticas raíces de la Patria.
No son pocos los que cada año se aventuran a escalar el intrincado paraje con un mismo motivo: el compromiso con los mártires y, sobre todo, para redescubrir a José Martí, el más universal de todos los cubanos, pues su imagen se erige, paciente y victoriosa, justo en la mayor cima de la Isla.
Con mochilas al hombro – cual si fuesen los guerrilleros de la gesta de liberación-, con sonrisas, caras conocidas y otras aún por conocer, son cientos los jóvenes de la Mayor de las Antillas y de otras regiones del mundo que se suman cada año al ascenso, una suerte de aventura que hace vibrar también el alma.
Muchos realizan este trayecto hasta Santiago de Cuba, la Ciudad Héroe, en tren o en ómnibus, o los más atrevidos, simplemente, “en lo que aparezca”, porque así son los jóvenes, siempre dispuestos con su entusiasmo a conocer, a sentir…
Narrando historias, cantando un poco desafinados pero con los corazones felices, se siente la emoción, el asombro, la alegría y también la incertidumbre de los nuevos rostros y a pesar de que algunos no se conozcan, el fin común hace de estos “aventureros” una gran familia.
Entonces Santiago descubre su manto de novedades, de historia, de pueblo. Volver a tocar tierra firme acrecienta el tan afamado espíritu joven.
Se continúa el viaje bajo una ola de lugares, acentos, costumbres y transportes nuevos. Ya nada resulta más delicioso que transitar hasta la base de las montañas junto al mar como guía.
Las cimas desconocidas parece que invitan a los viajeros para comenzar el ascenso, y las “mariposas” en los estómagos se adueñan de cada uno de ellos, ya sea por el camino, el clima o el tiempo.
Lo empinado del inicio hace dudar a la mayoría; pero, con cada paso, el suelo, tan acostumbrado a esas visitas, se “hermana” con las pisadas que lo someten, y tal parece que el aire soplase con la única intención de alentar a cierto joven cansado.
En este ambiente mágico, hay algo cierto, y es que escalar montañas hermana hombres, los hermana y los funde porque debilita las barreras entre ellos: Martí solo merece esas cumbres.
Y allí, en el corazón del oriente cubano, en medio de tanto escalar –entre orquídeas, nubes y sierra– se imponen los nombres de quienes tuvieron el coraje de brindar su vida en favor de lo que somos hoy.
Justo, en la más alta prominencia de Cuba, más “cerquita” del cielo, se encuentra el Apóstol, desierto, de fuego, roca, aire y sudor.
Así luces Martí, taciturno de la soledad, y aunque no hayan podido conocerte, los “atrevidos” que escalaron las elevaciones sienten que te quieren, porque tú fuiste para que fuéramos nosotros y emerges cada día en todos.
En esta indecible emoción de observar la escultura realizada por Jilma Madera, única en ese paraje, todos piensan en que has sido el mejor orador de siempre y la primera enseñanza para “los que saben querer”.
Por tu nombre se sube al Turquino, porque eres el Martí que no conocimos, pero que representamos orgullosamente los cubanos.
Eres el Martí de nuestra generación, que no es la del Centenario, pero igual marcha por ti, con tu luz, con tu legado. Eres, sencillamente, el Martí de cada joven.