Para Martí, para la educación que demandaba el progreso y el bienestar de la gente de nuestra América, más que “la forma en que se haga” lo importante era hacerlo desde su circunstancia histórica.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Panamá
“Yo abriré un cauce amoroso, y los que vengan detrás de mí tendrán que entrar por el cauce.”
José Martí, 1892[1]
Documento para descargar: “Texto sobre educación de José Martí” (compilado por Guillermo Castro H.)
Viene a compartir su visión sobre el papel de la educación en los tiempos de transición que viven las sociedades de nuestra América, en lo que va de un de un sistema mundial liberal agota que se agota ante nuestros hacia otro aún por definir desde cada una de ellas. De entre los muchos textos que dedicara al tema en su tiempo, cuando las naciones de nuestra América transitaban desde el coloniaje hacia su primera modernidad – la del Estado liberal oligárquico – destaca un breve artículo titulado “Maestros ambulantes”, que publicara en mayo de 1884 en la revista La América, en Nueva York.[2]
Para Martí, para la educación que demandaba el progreso y el bienestar de la gente de nuestra América, más que “la forma en que se haga” lo importante era hacerlo desde su circunstancia histórica. Al respecto, sostenía que el contenido fundamental de ese hacer radicaba en la importancia que le otorgara al mejoramiento humano y a la utilidad de la virtud en la lucha por el equilibrio en un mundo en transformación.
Así, consideraba necesario emprender la tarea de educar a partir de “un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí, y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria”. Para Martí, tenía especial importancia la necesidad de “mantener a los hombres en el conocimiento de la tierra y en el de la perdurabilidad y trascendencia de la vida”, para facilitarles vivir “en el goce pacífico, natural e inevitable de la Libertad, como viven en el goce del aire y de la luz.”
Disfrutar de ese goce, por otra parte, demandaba desarrollar a un mismo tiempo “la afición a la riqueza y el conocimiento de la dulcedumbre, necesidad y placeres de la vida”. Por lo mismo, el educador debía atender al hecho de que las gentes “crecen, crecen físicamente, de una manera visible crecen, cuando aprenden algo, cuando entran a poseer algo, y cuando han hecho algún bien”, para comprender que sólo los necios hablan de desdichas, o los egoístas. La felicidad existe sobre la tierra; y se la conquista con el ejercicio prudente de la razón, el conocimiento de la armonía del universo, y la práctica constante de la generosidad. El que la busque en otra parte, no la hallará: que después de haber gustado todas las copas de la vida, sólo en ésas se encuentra sabor.
Esto permitía entender también que ser bueno “es el único modo de ser dichoso”, como ser culto “es el único modo de ser libre”, atendiendo al propio tiempo a que “en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno.” En las sociedades de nuestra América en aquel – en este – tiempo, añadía, el único camino abierto a la prosperidad constante y fácil es el de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza. La naturaleza no tiene celos, como los hombres. No tiene odios, ni miedo como los hombres. No cierra el paso a nadie, porque no teme de nadie. Los hombres siempre necesitarán de los productos de la naturaleza. y como en cada región sólo se dan determinados productos, siempre se mantendrá su cambio activo, que asegura a todos los pueblos la comodidad y la riqueza.
Atendiendo a esto, para Martí no había ya que emprender una nueva cruzada para reconquistar el Santo Sepulcro, pues Jesús no había muerto en Palestina “sino que está vivo en cada hombre.” Y agregaba que la mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra. Comieron y bebieron; pero no supieron de sí. La cruzada se ha de emprender ahora para revelar a los hombres su propia naturaleza, y para darles, con el conocimiento de la ciencia llana y práctica, la independencia personal que fortalece la bondad y fomenta el decoro y el orgullo de ser criatura amable y cosa viviente en el magno universo.
He ahí, agregaba, “lo que han de llevar los maestros por los campos. No sólo explicaciones agrícolas e instrumentos mecánicos; sino la ternura, que hace tanta falta y tanto bien a los hombres.”
En sociedades así, como en buena medida en las nuestras, el campesino – que ve en la educación el medio mejor para alcanzar la prosperidad en libertad a la que aspira para sí y para los suyos no puede dejar su trabajo para ir a sendas millas a ver figuras geométricas incomprensibles, y aprender los cabos y los ríos de las penínsulas del África, y proveerse de vacíos términos didácticos. Los hijos de los campesinos no pueden apartarse leguas enteras días tras días de la estancia paterna para ir a aprender declinaciones latinas y divisiones abreviadas. Y los campesinos, sin embargo, son la mejor masa nacional, y la más sana y jugosa, porque recibe de cerca y de lleno los efluvios y la amable correspondencia de la tierra, en cuyo trato viven.
“Las ciudades”, añadía, son la mente de las naciones; pero su corazón, donde se agolpa, y de donde se reparte la sangre, está en los campos. Los hombres son todavía máquinas de comer, y relicarios de preocupaciones. Es necesario hacer de cada hombre una antorcha.
Entender esto, y atenderlo, era – es – hacer de la educación “una invasión dulce, hecha de acuerdo con lo que tiene de bajo e interesado el alma humana”, porque el maestro enseñaría a los trabajadores del campo – y hoy, también de la ciudad – con modo suave cosas prácticas y provechosas, se les iría por gusto propio sin esfuerzo infiltrando una ciencia que comienza por halagar y servir su interés; -que quien intente mejorar al hombre no ha de prescindir de sus malas pasiones, sino contarlas como factor importantísimo, y ver de no obrar contra ellas, sino con ellas.
Los educadores ideales para una tarea así entendida, antes que pedagogos deberían ser ante todo “conversadores”. “Dómines”, decía Martí, “no enviaríamos”, sino gente instruida que fuera respondiendo a las dudas que los ignorantes les presentasen o las preguntas que tuviesen preparadas para cuando vinieran, y observando dónde se cometían errores de cultivo o se desconocían riquezas explotables, para que revelasen éstas y demostraran aquellos, con el remedio al pie de la demostración.
Para Martí, en breve, ya era necesario abrir “una campaña de ternura y de ciencia, y crear para ella un cuerpo, que no existe, de maestros misioneros”, porque “en campos como en ciudades, urge sustituir al conocimiento indirecto y estéril de los libros, el conocimiento directo y fecundo de la naturaleza.” Con tal educación se facilita no ver en la transición una amenaza, sino un reto que enfrentar. Y esto es tanto más importantes en quienes, como aquellos, nuevamente andamos sobre las olas, y rebotamos y rodamos con ellas; por lo que no vemos, ni aturdidos del golpe nos detenemos a examinar, las fuerzas que las mueven. Pero cuando se serene este mar, puede asegurarse que las estrellas quedarán más cerca de la tierra. ¡El hombre envainará al fin en el sol su espada de batalla!
Alto Boquete, Panamá, 19 de noviembre de 2024
[1] “A Fernando Figueredo”. 18 de agosto de 1892. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974. II, 123.
[2] La América. Nueva York, mayo de 1884. Ibid., VIII, 288 – 292.