EL diablo cojuelo

EL diablo cojuelo

Habana 19 de enero de 1869.
El Iris, Obispo 20.

Nunca supe yo lo que era público, ni lo que era escribir para él, mas a fe de diablo honrado, aseguro que ahora como antes, nunca tuve tampoco miedo de hacerlo. Poco me importa que un tonto murmure, que un necio zahiera, que un estúpido me idolatre y un sensato me deteste. Figúrese usted, público amigo, que nadie sabe quién soy: ¿qué me puede importar que digan o que no digan? Diránme que en nada me ajusto a la costumbre de campear por mis respetos,—que nada más significa esta comezón de publicar hojas anónimas con redactores conocidos,—diránme que soy un mal caballero; amenazaránme con romperme los brazos, ya que no tengo piernas, mas, a fe de osado y mordaz escribidor, prometo y prometo con calma que a su tiempo se verá que este Diablo, no es un diablo, y que este Cojo no es cojo.

Esta dichosa libertad de imprenta, que por lo esperada y negada y ahora concedida, llueve sobre mojado, permite que hable usted por los codos de cuanto se le antoje, menos de lo que pica; pero también permite que vaya usted al Juzgado o a la Fiscalía, y de la Fiscalía o el Juzgado lo zambullan a usted en el Morro, por lo que dijo o quiso decir. Y a Dios gracias, que en estos tiempos dulces hay distancia y no poca de su casa al Morro. En los tiempos de don Paco era otra cosa. ¿Venía usted del interior, y traía usted una escarapela?—al calabozo!—¿Habló usted y dijo que los insurrectos ganaban o no ganaban?—al calabozo!—¿Antojábasele a usted ir a ver a una prima que tenía en Bayamo?—al calabozo!—Contaba usted tal o cual comentario, cierto episodio de la revolución?—al calabozo! —Y tanta gente había ya en los calabozos, que a seguir así un mes más, hubiera sido la Habana de entonces el Morro de hoy, y la Habana de hoy el Morro de entonces. Puede por esto colegirse lo que por acá queremos a aquel buen señor, de quien dirán las historias que se despedía a la francesa.

Pero no hay sólo libertad de imprenta: hay también libertad de reunión. Quiere un zángano ganarse prosélitos, y héteme aquí que junta al honrado fidalgo, dueño de quinientos negros; al famoso jockey, dueño de otros cuantos; al mayordomo de cierta señorona, y a un maestro que tiene un cerebro más pastelero que la mismísima pastelería. Dícese allí que es una iniquidad la abolición, en lo cual yo no me meto; y que la insurrección es la ruina del país, en lo cual por ahora tampoco tomo cartas; y dícense otras muchas cosas que tal parecen salidas de cerebro de enfermo. Y en estas y en otras se concluye la importante sesión, satisfechos los parlanchines de haber dicho muy grandes cosas.

Otros de esos que llaman sensatos patricios, y que sólo tienen de sensatos lo que tienen de fría el alma, reúnen en sus casas a ciertos personajes de aquellos que han fijado un ojo en Yara y otro en Madrid, según la feliz expresión de un poeta feliz, y que con sólo este título pretenden imponer sus leyes a quien tiene muy pocas ganas de sufrir tan ridícula imposición. A ser yo orador, o concurrente a Juntas, que no otra cosa significa entre nosotros la tal palabra, no sentaría por base de mi política eso que los franceses llamarían afrentosa hésitation. O Yara o Madrid.

Mas, volviendo a la cuestión de libertad de imprenta, debo recordar que no es tan amplia que permita decir cuanto se quiere, ni publicar cuanto se oye. Un ejemplo al canto. Si viniese a Cuba un capitán general, que burlándose del país, de la nación y de la vergüenza, les robase miserablemente dos millones de pesos; y corriesen rumores de que este general se llamaba Paco o Pancho, Linsunde o Lersinde, a buen seguro que mucho habría de medirse usted, lector amigo, antes de publicar noticia que tanto ofende la nunca manchada reputación del respetable cuanto idóneo representante del gobierno borbónico en esta Antilla. Y esto lo digo para que a mí como a los demás nos sirva de norma en nuestros actos periodiquiles.

Conque al periódico, público amigo! al periódico, buen diablo! al periódico, lector discreto! y lluevan pesetas como llueven diabluras.