A caballo por el camino, con el maizal a un lado y las cañas a otro, apeándose en un recodo para componer con sus manos la cerca, entrándose por un casucho a dar de su pobreza a un infeliz, montando de un salto; arrancando velos, como quien lleva clavado al alma un par de espuelas, como quien no ve en el mundo vacío más que el combate y la redención, como quien no le conoce a la vida pasajera gusto mayor que el de echar los hombres del envilecimiento a la dignidad, va por la tierra de Santo Domingo, del lado de Montecristi, un jinete pensativo, caído en su bruto como en su silla natural, obedientes los músculos bajo la ropa holgada, el pañuelo al cuello, de corbata campesina, y de sombra del rostro trigueño el fieltro veterano. A la puerta de su casa, que por más limpieza doméstica está donde ya toca al monte la ciudad, salen a recibirlo, a tomarle la carga del arzón, a abrazársele enamorados al estribo, a empinarle la última niña hasta el bigote blanco, los hijos que le nacieron cuando peleaba por hacer a un pueblo libre: la mujer que se los dio, y los crió al paso de los combates en la cuna de sus brazos, lo aguarda un poco atrás, en un silencio que es delicia, y bañado el rostro de aquella hermosura que da a las almas la grandeza verdadera: la hija en quien su patria centellea, reclinada en el hombro de la madre lo mira como a novio: ése es Máximo Gómez.
Descansó en el triste febrero la guerra de Cuba, y no fue para mal, porque en la tregua se ha sabido cómo vino a menos la pujanza de los pudres, cómo atolondró al espantado señorío la revolución franca e impetuosa, cómo con el reposo forzado y los cariños se enclavó el peleador en su comarca y aborrecía la pelea lejos de ella, cómo se fueron criando en el largo abandono las cabezas tozudas de localidad, y sus celos y sus pretensiones, cómo vició la campaña desde su comienzo, y dio la gente ofendida al enemigo, aquella arrogante e inevitable alma de amo, por su mismo sacrificio más exaltada y satisfecha, con que salieron los criollos del barracón a la libertad. Las emigraciones se habían de purgar del carácter apoyadizo y medroso, que guió flojamente, y con miras al tutor extranjero, el entusiasmo crédulo y desordenado. La pelea de cuartón por donde la guerra se fue desmigajando, y comenzó a morir, había de desaparecer, en el sepulcro de unos y el arrepentimiento de otros, hasta que, en una nueva jornada, todos los caballos arremetiesen a la par, La política de libro, y de dril blanco, había de entender que no son de orden real los pueblos nacientes, sino de carne y hueso, y que no hay salud ni belleza mayores, como un niño al sol, que las de una república que vive de su agua y de su maíz, y asegura en formas moldeadas sobre su cuerpo, y nuevas y peculiares como él, los derechos que perecen, o estallan en sangre venidera, si se los merma con reparos injustos y meticulosos, o se le pone un calzado que no le viene al pie. Los hombres naturales que le salieron a la guerra, y en su valor tenían su ley, habían de ver por sí, en su caída y en la espera larga, que un pueblo de estos tiempos, puesto a la boca del mundo refino y menesteroso, no es ya, ni para la pelea ni para la república, como aquellos países de mesnaderos que en el albor torpe del siglo, y con la fuerza confusa del continente desatado, pudo a puro pecho sacar un héroe de la crianza sumisa a los tropiezos y novelería del gobierno remendón y postizo. Los amos y los esclavos que no fundieron en la hermandad de la guerra sus almas iguales, habrían entrado en la república con menos justicia y paz que las que quedan después de haber ensayado en la colonia los acomodos que, en el súbito alumbramiento social, hubiesen perturbado acaso el gobierno libre. Y mientras se purgaba la guerra en el descanso forzoso y conveniente, mientras se esclarecían sus yerros primerizos y se buscaba la forma viable al sentimiento renovado de la independencia, mientras se componía la guerra necesaria en acuerdo con la cultura vigilante y el derecho levantisco del país, Gómez, indómito tras una prueba inútil, engañaba el desasosegado corazón midiendo :os campos, cerrándolos con la cerca cruzada de Alemania, empujándolos inquieto al cultivo, corno si tuviese delante a un ejército calmudo, puliendo la finca recién nacida, semilleros y secadores, batey y portón, vegas y viviendas, como si les viniera a pasar revista el enemigo curioso. Quien ha servido a la libertad, del mismo crimen se salvaría por el santo recuerdo; de increíble degradación se levantaría, como aturdido de un golpe de locura, a servirla otra vez; ni en la riqueza ni en el amor ni en el respeto ni en la fama halla descanso, mientras anden por el suelo los ojos donde chispeó antes la suprema luz. ¡Y de día y de noche se oye a la puerta relinchar el caballo, de día y de noche, hasta que, de una cerrada de muslos, se salta sobre la mar, y orea otra vez la frente, en servicio del hombre, el aire más leve y puro que haya jamás el pecho respirado!