Rafael Serra
PARA UN LIBRO

De luz se han de hacer los hombres, y deben dar luz. De la naturaleza se tiene el talento, vil o glorioso, según se le use en el servicio frenético de sí, o para el bien humano; y de si elabora el hombre, aquilatándose y reduciéndose, el mérito supremo del carácter. Corre las calles, revuelta con el fango, la elocuencia; el letrado menesteroso se acurruca de escabel, o como víbora enroscada, a los pies del magnate que aborrece; duerme el genio alquilado cerca de la bota del déspota inculto. No es de ésos Rafael Serra; sino de los que con su indignación, acrisolada en la justicia, propaga el alma buena y libre entre los hombres.

Tiene la vida, entre sus viles, los que le niegan a la madre el vientre, o cargan con rabia sorda la condición que no saben realzar con su virtud, o venden, por el apoyo que los empine en el mundo, el honor que puede sólo asegurarlos en él. No es de ésos Rafael Serra, ni de los que andan la jornada a la grupa de otro, ni de los que empeñan su albedrío por una migaja de lisonja; sino de los que ejercitan la piedad, sin más pecado que el de amar con exceso, y con imprevisión a veces, a los que creen piadosos.

Otros van en la vida con la lepra que no se les ve, porque les sale por dentro, derribando cuanto hallan de altura, buscando en las estatuas el lunar, afilando la palabra asesina, zapando cuanto las almas de construcción levantan y congregan. Un gozo, de luces como verdes, les brilla en la mirada cuando se viene abajo una columna, o mana de una frente pura un chorro de sangre. Corren unos el mundo cubriendo con voces escandalosas de patria y libertad el desierto de su corazón, sin más alegría que la de ver como se derrumba, ya que no ha de servirles de pedestal, la fábrica de los hombres. Unos están en el mundo para minar; y para edificar están otros. La pelea es continua entre el genio albañil y el genio roedor. Unos trabajan con la uña y el diente: otros con la cuchara y el nivel. No es de ésos Rafael Serra, sino de los que construyen.

Yo he vivido a su lado. Yo he visto, como en los talleres de los lapidarios, la lámpara azul y serena de su corazón. Yo le vi sujetarse, cultivarse, perdonar y fundar, vencerse. Yo le veo, con orgullo de her¬mano, cómo guía, en las horas de prueba, las iras más santas con la benignidad que las hace útiles. Yo lo veo, obrero ardiente, levantarse de la mesa de trabajar para encender, allá en su cuarto de cenobita, la llama a que lee su Macaulay o su Hume, o su Chateaubriand o su Virgilio. Yo lo veo vivir, como para ampararla mejor, en la casa memorable de La Liga, la casa de juntarse y de querer, que es de lo más puro que haya yo conocido entre los hombres. Yo veo a este creador, libre en el juicio y tenaz en el consejo, alzarse impávido ante el auditorio que lo vitorea, clavar en el aire sus máximas firmes, dominar al injusto y asombrarlo con el poder natural de su razón. Yo le veo volver de la casaca de los aplausos a su mandil de obrero, y con la fatiga de sus manos ganar el óbolo que lleva a la caridad o a la enseñanza. El va de casa en casa, y llama pecho por pecho, y tiene en la cara el castigo de los pródigos y de los avaros, y de su corazón, como un bálsamo, se derrama la escuela.

Que la frase sentenciosa, de querer decir mucho, se le queja algunas veces, y se le quiebra. Que el verbo singular suele pelearse con el plural de los sujetos, y huelga esta adversativa, o la disyuntiva aquella. Que el párrafo músico le pide, una ocasión u otra, armonías que pudiera rehuir sin que le reclamara el sentido. Que en la construcción y desarrollo de sus discursos le titubeó aquí o allá la mano novicia, sin dar de golpe con el arte breve. Que esta palabra o aquélla dice más o menos de lo que él quisiera decir, o es más pintoresca que castiza. Pero él descubre la lengua raizal por donde los idiomas se esfuerzan y engrandecen; él va alzando la frase con la idea, y la reprime cuando el pensamiento la abandona; él usa del lenguaje como de atalaya, para divisar y anunciar, no como percha, para colgar púrpuras; él prefiere la estatua al color, y habla la lengua épica.

La epopeya está en el mundo, y no saldrá jamás de él: la epopeya renace con cada alma libre: quién ve en si es la epopeya. Unos son segundones, y meras criaturas, de empacho de libros, y si les quitan de acá el Spencer y de allá el Ribot, y por aquí el Gibbons y por allí el Tucídides, se quedarían como el maniquí, sin piernas ni brazos. Otros leen por saber, pero traen la marca propia donde el maestro, como sobre la luz, no osa poner la mano. Y artesanos o príncipes, ésos son los creadores. Epopeya es raíz.

Van y vienen las corrientes humanas por el mundo, que hoy arrolla los pueblos del color que temió ayer, y funde el oro de sus coronas en cadenas con que atarlos al carro del triunfo. Desdeñó un día el sajón, y tuvo a menos, el trato y la amistad con el italiano o andaluz, porque por lo moreno de la cara se creía mejor que él; y luego el andaluz y el italiano desdeñan a los de tez más morena que la suya. Los esclavos, blancos o negros, fueron depuestos en largas generaciones, por el recuerdo de la esclavitud más que por la culpa del color, del derecho de igualdad, en la aptitud y en la virtud, con sus antiguos amos. El mundo sangra sin cesar de los crímenes que se cometen en él contra la naturaleza. Y cuando, con el corazón clavado de espinas, un hombre ama en el mundo a los mismos que lo niegan, ese hombre es épico.

Patria, 26 de marzo de 1892.